15 de febrero
1952, Priego de Córdoba
Queridos
amigos:
El 15 de febrero, con las
espesas y grises nubes aun durmiendo sobre las cumbres heladas de la Tiñosa,
los cuchicheos de las bandadas de trabajadoras que van a las fábricas textiles
se centraron sobre el Instituto que, al mediodía de hoy, iba a inaugurar el
Gobernador Civil. La alegría que manifestaban por el suceso terminó en lamentos
cuando una muchacha joven, procedente de la aldea del Castellar, anunció que un
hombre de edad madura se había ahorcado en un olivo en el paraje de las Rentas,
a causa de su soledad.
Llegado
el mediodía, también en bandada, todas las autoridades locales —a excepción del
tan esperado Gobernador Civil, que incumplió su compromiso— recorrieron las
calles principales del pueblo, hieráticas, circunspectas, con chaquetas
blancas, repletas de bandas y condecoraciones, y ajenas todas ellas a los
dramas ciudadanos del amanecer. A las puertas del palacio de don José Castilla,
la comitiva se dividió en dos, para ascender por cada uno de los tramos
laterales de escalera que daba acceso a la magnífica puerta principal. Por un
lado, subieron los mandatarios del Régimen: el Alcalde, con aspecto de zar y
que, con su flamante medalla de caballero de la Orden de Cisneros y el bastón
de mando, más bien parecía dirigir una banda de música de tanto como
gesticulaba. Tras él, su delfín, como buen bufón, se ocupaba de la Comisión de
Ferias y Fiestas. Por el otro tramo, lo hicieron los directores de los tres
institutos laborales existentes en la provincia y, el más orgulloso, era el
nuevo profesor de Matemáticas, que ya había anunciado en el semanario El Adarve
su disponibilidad para dar clases particulares. Cuando terminaron con los
comentarios y admiraciones sobre las escalinatas de mármol, las cortinas de
terciopelo rojo y el patio de quinientos metros cuadrados donde se izarían las
tres banderas del Régimen, subieron al suntuoso comedor, que hacía las veces de
salón de actos, y al concluir los
intercambios de elogios de los discursos grandilocuentes, ya estábamos
aterrados por tanta parafernalia. Paulinito y Jiménez se arrebujaban contra mí
y yo contra ellos, y nos mirábamos atónitos por lo que se oía. Con cada uno que
intervenía nuestro pavor aumentaba. El más antiguo de los directores terminó el
acto, diciendo:
—¡Formaremos
buenos vasallos para servir al mejor señor, el Caudillo!
El
Director de Priego, superó en gloría al de Puente Genil:
—¡Se
formará a los muchachos a fin de que sean de Dios y salven a España! —y terminó
gritando con el brazo en alto—, ¡Viva Franco! ¡Arriba España!
El
poeta pontanense, Alcalde de Priego, enaltecido por el éxito, de pie y
gesticulando, como siempre, con el bastón de mando:
—¡Que
sepan a la vez rezar y conservar la fortaleza necesaria para empuñar las armas
en defensa de la fe!
Jiménez, el menos
impresionado, nos murmuró:
—¡Aquí
nos van a enseñar a guerrear bien! —pensaba en la Cubé donde culminaban las
guerreas.
Don
Gregorio —el nuevo profesor de Matemáticas— que nos vio cuchichear, nos miró
con cara de pocos amigos llevándose el índice a la boca.
Y
el exuberante Alcalde, concluyó su alocución:
—¡Ya
que teníamos un buen señor, El Caudillo, hacía falta crear unos buenos vasallos
que le sirvieran!
Satisfecho,
el Párroco, sonreía.
Cerrado
el acto, nos dejaron jugar en el patio, mientras las autoridades tomaban un
refrigerio. Habían podado las palmeras y Jiménez fue el primero que, a modo de
jabalina, hizo volar las hojas por los
aires del recinto. El resto de los alumnos le imitamos y, por fin, tuvimos
nuestra fiesta de inauguración del Instituto Técnico: Fernando III, en un día
de contrastes para la conciencia.
Atentamente.
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