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Colegio de La Inmaculada (año 53) |
España en Metáfora
El recreo había comenzado y
cada uno buscaba a sus compañeros de juego. Yo aún no los tenía, de modo que me
acerqué con timidez al moro, con la intención de preguntarle por lo que le
había dicho el Pájaro. Estaba con Felipe y con Rey contando las balas que había
en la caja de lata, y no me atreví a preguntar nada. Pero se me ocurrió
decirles:
—¿Vamos
a explotarlas?
A
todos se les iluminó la cara y preguntaron al unísono:
—¿Cómo?
La
soledad con la que sobrellevaba el primer día de internado y la timidez con la
que me había manifestado desaparecierón de mi estado de ánimo, y enseguida
contesté:
—Enterramos
la bala y, sobre su mixto, ponemos una puntilla. Después cogemos un peñón y nos
subimos, para protegernos, en la tapia que linda con el manicomio, y lo dejamos
caer sobre la cabeza del clavo. La puntilla machaca al mixto y la bala explota,
por lo que el balín penetrará en la tierra húmeda y no hará daño a nadie.
—¡De
acuerdo! —respondieron todos a la vez.
—¡Sé
dónde hay una tabla con puntillas! —dijo el moro.
Felipe
nos dio tres de sus balas y cada uno hizo explosionar la suya. En cada lance,
apretábamos los dientes con el corazón encogido, y las balas, una a una, fueron
soltando su mortífera carga de plomo sin causar daño a nadie.
Don
Justino —el capellán— sacó de entre la sotana la pelota y la pasó a otro de su
equipo, para hacer la pared que evitara a la defensa contraria. Pero allí
estaba el hábil Tití que
la interceptó. La pisó y, sobre ella, giró en un ángulo suficiente como para
esquivar a don Justino que, ante su fracaso, la perseguía. Cuando Amaro le
había ya burlado, centró el balón a un compañero que sólo tuvo que empujarla
para dar con ella en la puerta de hierro que hacía de portería. Los que
contemplaban el partidillo de fútbol aplaudieron a rabiar, no por el gol, sino
porque don Justino no se había salido con la suya. Lo consideraban un tramposo
y no por lo sermones, sino porque escondía la pelota y la verdad bajo la
sotana. Le gustaba vivir y se delataba cuando miraba con deseo concupiscente a
las sirvientas del comedor, sobre todo a la gobernanta. Ya durante la misa nos
lo había dejado dicho:
—¡Haced
lo que os digo y no lo que hago, porque yo también soy pecador!
Mientras
los equipillos se reorganizaban para sacar de nuevo la pelota, Rey le contó a
Amaro lo de las balas, contestándole rápido para que le dejara en paz:
—¡Sí,
sí, sois cojonudos!
Amaro
sudaba y, mientras jadeaba, el aliento le emanaba por la boca en forma de
vapor; en ese momento sólo le interesaba vigilar a don Justino, que era el
peligroso del equipo contrario.
Los
vascos jugaban al frontón con las durísimas pelotas que se confeccionaban
liando hilo de algodón alrededor de una pequeña piedra heñida por las aguas
que, cuando alcanzaba el tamaño adecuado, forraban con esparadrapo de la
enfermería; los de Castilla jugaban a la taba
y el que hacía de rey se comportaba a través del verdugo peor que el Pájaro;
los andaluces y extremeños conquistaban con el hinco de hierro la isla que se
les ocurría trazar en la arena. Cada vez que lo lanzaban contra la tierra y lo
clavaban en el suelo, dibujaban el desplazamiento de su barco, que unas veces
era cuadrado, otras en triángulo y otras en forma de pez. Y así, durante los
recreos, el esplendoroso patio representaba la amable convivencia entre todas
las nacionalidades que los Reyes Católicos lograron unificar bajo su yugo y sus
flechas, y que lindaba al norte con el manicomio, al sur con la casa de putas
de Villa Rosa, al oeste con el propietario de la fábrica Viguetas Castilla y al
este con la capilla de la
Iglesia. Cuando el timbre sonó, se desvaneció el encanto de
los juegos y del patio, donde se fraguaban los sueños de la vigilia con los que
se soportaban los días del interminable internado de una España sin definir.
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