Un antiguo domingo de mayo
Al pie del impresionante Adarve que, circunvalando el casco
antiguo de Priego, preside las tardías y escalonadas huertas delimitadas por
granados, entre el verde oscuro de las plantas dispuestas en hileras, asomaban
tímidamente con su pelusa plateada las ricas habas de la comarca. Al fondo del
paraje, más allá de las estrécheles del desfiladero de las Angosturas, se
eleva, callado y erguido, uno de los muchos torreones medievales que,
vigilantes y protectores de enemigos, modas o ideas, da sentido de frontera a
uno de los más bellos rincones de la ancestral España. Contra el cielo limpio y
celeste de este paisaje agreste se alzan, inestables, las columnas salomónicas
que el humo de cohetes dejan antes de estallar.
En estas fiestas religiosas de mayo, los estruendos se
expanden por todo el valle de la Vega para anunciar la llegada del padre
predicador que la Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno había contratado
para la celebración de su novena. El orador no podía ser menos locuaz, ni más
barato, y tenía, con su diatriba, que ser más efectivo poniendo el vello de
punta a los fieles que el de las otras hermandades que ya celebraron sus
respectivas novenas en semanas anteriores. Para conseguir el objetivo, el
Hermano Mayor, pagano de todo lo que acontece, rivalizaba con los otros
hermanos mayores, en particular, con el de Jesús de la Columna , para ganarle en
todas las cuestiones que pudieran tener valor de escaparate. Llegó a decirse de
algún rico Hermano Mayor que había construido en su propia casa, para tales
eventos, un cuarto de baño con mármoles y grifos de oro.
Para colaborar con los extraordinarios gastos de estas
antiguas celebraciones que, como promesa, el pueblo asumió en tiempos de
epidemias, las gentes ofrendaban al santo de su devoción todo tipo de regalos
que, entre la tarde y la madrugada del sábado, se subastaban en la placita
aledaña a la iglesia. De esta guisa se ponía de manifiesto, a través de la
puja, el poder e influencia que cada cual tiene en lo social, en lo político y
en lo económico; sobre todo, el Hermano Mayor. Para culminar, y como broche de
oro de toda esta parafernalia sacro-política, se sacaba a hombros de cofrades,
en ricos y engalanados tronos barrocos, la imagen titular de la cofradía,
acompañada de la mejor banda de música militar que, para la ocasión, podía
contratarse, y la que más fervor y adhesiones levantaba era la Legión. Con estas y
otras manifestaciones culturales, el pueblo se dividía en dos bandos: los
Nazarenos, llamados berenjenas por
los rivales, y los Columnarios, a los que el bando contrario llamaba cebolletas, haciendo honor al color de
sus túnicas.
Mi familia era nazarena. Mi padre, más fervoroso que mi
madre, se desplazaba al pueblo desde cualquier destino para asistir a estas
celebraciones.
El año que nació mi hermano Jesulín fue muy especial
para él; le destinaron a Madrid como agregado al servicio de Transmisiones del
Ejército del Aire, con plaza de Teniente. Para celebrarlo, se trasladó al
pueblo y, ante el magnífico retablo mayor de la iglesia de San Francisco,
dorado y barroco, adornado con especial iluminación y floreros de plata,
redobló su fervor y penitencia, hincado de hinojos; elevó las plegarias al
cielo, al son de las majestuosas notas que el maestro organista extrajo al antiguo
órgano y, envuelto en una atmósfera espesa, aromática y místicamente
embelesadora, desgranó uno a uno todos sus pecados en solicitud de perdón y
misericordia. Los cohetes con su estruendo interrumpieron la angustiada oración
y anunciaron el final del Triduo. Salió por la puerta principal al Compás de
la iglesia, donde corrillos de gente, elegantemente vestida de mantilla o traje
oscuro, alababan y comentaban la elocuencia barroca que el predicador utilizó
para poner el vello de punta. Apesadumbrado, sin saber a quien acudir para su
consuelo, vagó solo durante un rato por el Adarve, hasta que el aire que baja
de la sierra a refrescar la Vega
disipó el angustiado recogimiento.
0 COMENTARIOS:
Publicar un comentario